2. Marco teórico

2.1.  La identidad corporativa, un valor intangible diferenciador

Son muchos los especialistas que han tratado de definir este término desde diferentes perspectivas individuales y colectivas. En el contexto del branding corporativo, a mediados del siglo XX y hasta los años noventa, estuvo ligado al diseño gráfico y a los aspectos visuales (logotipo, colores, tipografías, etc.). Como ejemplo, podemos destacar la definición que hace Dowling (1994) sobre la identidad corporativa como un conjunto de símbolos que una organización emplea para identificarse ante diferentes grupos de personas.

Podríamos citar a más autores que van en esta línea y multitud de obras de referencia que estudian la identidad corporativa, limitándose exclusivamente al logotipo y a la expresión visual de la empresa. Esta situación, además de la traducción de bibliografía internacional, ha provocado un caos terminológico que se ha mantenido durante años e incluso en la actualidad, aunque muchos académicos hayan profundizado sobre la materia.

El término ha ido modificándose hacia una concepción mucho más amplia, entendiendo la identidad como la personalidad y la esencia de una organización. Se puede resumir como la suma de características, objetivos, valores, creencias y actitudes que definen a una institución y que la diferencian del resto, que aglutina aspectos comunicativos, culturales, ambientales y de comportamiento.

La identidad debe gestionarse en todos los niveles de la organización y en todas las áreas de actividad, pues el comportamiento de la entidad, cada acto de cada uno de los empleados, tiene un efecto en su imagen global. La identidad corporativa, ahora más que nunca, debe darse a conocer e inculcarse internamente en la organización para que tenga sentido.

Van Riel argumenta que es necesaria una buena definición y gestión de la identidad corporativa por los beneficios que conlleva, tanto interna como externamente. El autor explica que existe una mayor motivación entre los empleados, por el sentimiento de pertenencia que
crea, y genera una mayor confianza entre los diferentes públicos, debido a la homogeneidad y coherencia en la transmisión de los mensajes (Van Riel, 1997).

Partiendo de la definición de la identidad, se deberían planificar las estrategias de comunicación de la organización, además de la identidad visual, con el fin de dar coherencia a todas las actuaciones en los diferentes ámbitos donde opera.

2.2.  Gestión de la identidad

La gestión comunicacional debe marcar su punto de inicio a partir de la consideración de los componentes de la identidad corporativa como centro de su misión y visión. [...] La imagen no puede ser manipulada literalmente, al menos no de forma directa. Mientras que la identidad sí. Por ello, es tan determinante tener claros los componentes de la identidad para poder planificarla, dirigirla, evaluarla y controlarla. Solo así la gestión comunicacional puede coadyuvar la estrategia corporativa. Una adecuada gestión de la comunicación garantiza un alto nivel de solidez de la identidad (Ramírez de Bermúdez, 2005, pp. 21-22).

A continuación explicaremos los componentes que han sido considerados básicos en la formación de la identidad.

2.2.1.  Cultura corporativa y comportamiento corporativo

La cultura corporativa es la suma de las creencias, los valores y las pautas de conducta (Schein, 1985). Capriotti hace una definición más extensa:

Conjunto de creencias, valores y pautas de conducta, compartidas y no escritas, por las que se rigen los miembros de una organización, y que se reflejan en sus comportamientos. Es decir, la cultura de una organización es el conjunto de códigos compartidos por todos o por la gran mayoría de los miembros de una entidad. Se formaría a partir de la interpretación que los miembros de la organización hacen de las normas formales y de los valores establecidos por la filosofía corporativa, que da como resultado una simbiosis entre las pautas marcadas por la organización, las propias creencias y los valores del grupo (Capriotti,
2009, p. 24).

En este sentido, Marín (2008) incluye en la definición de cultura el término «responsabilidad» cuando defiende que está compuesta por los principios conceptuales, los valores de las personas que integran la organización y los valores sociales.

La cultura corporativa también se incluye en un programa en el que se recoge, a modo de normativa, el comportamiento que ha de mantener la organización. El comportamiento hace referencia a las distintas actuaciones que la entidad desarrolla, tanto de directivos como de empleados. Para marcar las directrices de cómo debe ser ese comportamiento, basado en la cultura propia de la organización, se suele emplear un código de conducta. «Es un documento que recoge el compromiso de carácter voluntario por parte de la empresa, y consecuentemente, de los empleados que la integran, con una serie de comportamientos y conductas que asumen como parte de su cultura» (Caldas, Carrión y Lacalle, 2012, p. 46). Los códigos de conducta, también denominados códigos éticos, son realizados por la organización y se adoptan de forma voluntaria para regular los comportamientos de todos los empleados.

2.2.2.  Identidad visual corporativa

Una buena identidad visual es aquella que traduce simbólicamente la identidad corporativa, que puede estar conformada por el logotipo, el símbolo, el logosímbolo, los colores corporativos y la tipografía corporativa (Villafañe, 1999, 2013). Para Sanz y González (2005), además del símbolo, los edificios, ambientes, sonidos, aromas y texturas ayudan en la creación de un conjunto singular identificador.

Según Villafañe (1999), el objetivo de la identidad visual corporativa es proyectar la imagen intencional de la organización y reforzar el posicionamiento. Asimismo, determina cuatro funciones de la identidad:

  1. Función de identificación para favorecer que la organización sea reconocida por el público.
  2. Función de diferenciación que le permite ser singular frente a la competencia.
  3. Función de memoria para estar en el recuerdo del público.
  4. Función asociativa que refuerce el vínculo entre la identidad visual y la organización.

Una gestión adecuada de la identidad visual corporativa concede a la corporación coherencia, simbolismo y posicionamiento (Schmitt y Simonson, 1998), lo que favorece la diferenciación del resto de organizaciones a través de su símbolo y de su marca. Estos elementos suelen ser los más reconocibles por el público.

Para ajustar la identidad visual a la identidad corporativa, es necesario realizar un plan o programa de identidad visual. Sanz de la Tajada señala que este programa debe pasar por una serie de etapas: investigación, estrategia, creación de elementos base, diseño constructivo y redacción de normativa e implantación (Sanz de la Tajada, 1994). De este plan emana el manual de normas de identidad visual y el libro de estilo que servirán para marcar las directrices en el interior de la organización.

El manual de identidad visual suele constar de dos partes: la primera es la construcción de la identidad visual y la segunda aborda la implantación de esa identidad en las distintas aplicaciones como: papelería, señalética, inmuebles, vehículos, etc. Por otra parte, en el manual de estilo se define el tono comunicativo, el estilo de redacción, el formato y el diseño de los textos. Son documentos que se tienen que ir adaptando de manera continua.

También es importante destacar que los manuales de marca proporcionan una guía para el uso de la identidad visual de los productos y servicios, además de un capítulo sobre los valores de la marca, su posicionamiento y una descripción de cómo los empleados pueden ayudar a dar vida a esos valores (Van Riel, 2012).

2.2.3.  Comunicación corporativa

El modelo de comunicación tradicional1 de emisor a receptor, basado en una comunicación unidireccional que no busca intencionadamente una respuesta, se ha quedado obsoleto. Con la llegada de la web 2.02, las entidades ya no tienen el control del flujo informativo y es el modelo simétrico de doble sentido o doble flujo (Grunig y Hunt, 1984) el que mejor refleja los cambios que se están produciendo. En la actualidad, tanto la organización como sus públicos pueden ser persuadidos para variar su comportamiento y la iniciativa comunicativa puede ser de ambos. Así lo vislumbraba el Manifiesto Cluetrain3 cuando expuso que la comunicación se transformaría en un modelo bidireccional, centrado en conversaciones y tomando como base el diálogo, la transparencia y la colaboración.

Esta corriente comunicativa parece que también ha llegado a las corporaciones municipales. La instauración de la democracia en España exigió a los ayuntamientos la creación de unos servicios comunicativos con el fin de tener una conexión permanente con el ciudadano (Cárdenas, 1999, 2000). El modelo clásico-burocrático, con una comunicación unidireccional, es el que ha predominado para informar mayoritariamente sobre los servicios públicos. Hoy en día, con las crisis de confianza y credibilidad que tienen los ciudadanos acerca de las instituciones públicas y los gobernantes (Centro de Investigaciones Sociológicas, 2018; Edelman, 2018), y los nuevos patrones de gobierno público, este modelo ha dejado de tener sentido y se está sustituyendo por uno más participativo y relacional
(Campillo, 2011), que busca una perspectiva más global de comunicación en la organización.

La gestión de las organizaciones ha evolucionado y, por consiguiente, su comunicación. Podemos encontrar múltiple bibliografía en este ámbito, aunque es cierto que no siempre bajo la misma denominación. Algunos autores la han designado también como comunicación organizacional, empresarial, institucional, global o integral, entre otras.

Tras la revisión bibliográfica, localizamos dos vertientes: por un lado, los que entienden la comunicación como el conjunto de técnicas y herramientas para relacionarse con los públicos; por otro, destacan aquellos autores que manifiestan que no solo comunican
la publicidad o las campañas de relaciones públicas, sino todo lo que la empresa dice y hace.

La dirección de comunicación, en el siglo XXI, se ha convertido en un área clave de inteligencia en gran parte de las entidades, tanto por los recursos utilizados como por la especialización de los profesionales (Wood y Somerville, 2008).

2.3.  Modelo de gestión

Aunque son varios los autores que han elaborado modelos sobre la gestión de la identidad, nos parece interesante destacar el del profesor Paul Capriotti. Él estima que no es posible gestionar directamente la imagen de una organización, entendida como un proceso de percepción por parte del público, pero sí se pueden modificar esas percepciones a través de una gestión adecuada de su identidad. Capriotti, tomando como referente los modelos de autores como Sanz de la Tajada (1994), Van Riel (1997) o Villafañe (1999), entre otros, ha desarrollado un plan estratégico para la gestión de la identidad denominado: el plan estratégico de la identidad corporativa4. Este modelo está compuesto por tres etapas:

  1. Análisis estratégico de la situación. Esta etapa es clave para la definición de la estrategia que, mediante una investigación exhaustiva de la organización, de su entorno, los públicos y la imagen corporativa, se plasmará posteriormente en el plan estratégico.
  2. Definición del perfil de la identidad corporativa. Se tomarán decisiones estratégicas que compondrán el perfil de la identidad para que permitan la identificación, la diferenciación y la preferencia.
  3. Comunicación del perfil de la identidad corporativa. Se realizará el planteamiento del plan de comunicación con los diferentes públicos para transmitir la identidad e intentar influir en la imagen de los stakeholders5.

2.4.  Responsables de la gestión

Una gestión adecuada de la identidad implica una gestión comunicacional para responder tanto al diseño como a la emisión, pero sobre todo a la identificación, y que una organización cuyo cliente interno tenga una alta identificación es una garantía del alto nivel de solidez de la identidad. Para que estas funciones sean cubiertas, la alta gerencia debe gestionar la comunicación (Ramírez de Bermúdez, 2005, pp. 19-20).

Las grandes compañías suelen gestionar la comunicación corporativa y su identidad a través de departamentos internos de comunicación y se apoyan en consultoras de comunicación para acciones más especializadas.

El máximo responsable del departamento interno de comunicación es el director de comunicación (dircom). La figura del dircom ha evolucionado; ha pasado de ser gestor de la comunicación a ser un estratega de la reputación (Casado, Méndiz y Peláez, 2013). En pleno siglo XXI, la empresa o institución que no cuente con un director de comunicación está al borde del caos o rinde un 75 % de lo que podría (Bel, 2004). Entre las responsabilidades del dircom no solo está la transmisión de información, sino el procesamiento de las informaciones, para favorecer las comunicaciones colaborativas en las que los públicos actúen como promotores de una imagen positiva de la entidad (García, 2009).

Acorde con esta coyuntura, parece evidente que el departamento de comunicación, de la mano del director de comunicación, sea el encargado de comunicar y gestionar los intangibles de la organización, tanto en el mundo analógico como en el virtual, y posicionar a esta correctamente en un espacio global.

Los medios sociales han facilitado que la comunicación se personalice y exista una continua interacción entre la entidad y sus públicos. Las organizaciones que han entendido los beneficios de estos nuevos medios han creado verdaderas comunidades virtuales, donde hacen partícipes a los públicos, internos y externos, tanto de nuevos proyectos como de la propia filosofía de la empresa, con el fin de aportar valor y diferenciación. Otras también han aprovechado el poder de prescripción de los influenciadores digitales, tuiteros, blogueros o youtubers para generar confianza, empatía y credibilidad en los públicos.

Por ende, la comunicación se ha convertido en una herramienta esencial que apoya los esfuerzos de marketing para fidelizar y consolidar la imagen de marca, tanto interna como externamente, y desempeña un papel cada vez más importante en la generación de confianza en los grupos de interés, en pos de alcanzar los objetivos empresariales y velar por la reputación corporativa (Van Riel, 2003). Pero no debemos olvidar que hoy las organizaciones se enfrentan a desafíos comunicativos que antes no habían sufrido. Desde comienzos de este siglo, con la generalización de internet y posteriormente con la incorporación de los medios sociales, las relaciones con los diferentes públicos se han modificado; no se trata tanto de informar y controlar los mensajes como de comunicar y crear relaciones duraderas.

Las relaciones con los diferentes públicos se han modificado; no se trata tanto de informar y controlar los mensajes como de comunicar y crear relaciones duraderas

 

1 También denominado modelo de agente de prensa o modelo de información asimétrica.

2 También denominada web social. Es un concepto acuñado por Tim O'Reilly. Gracias a distintas aplicaciones tecnológicas, los usuarios pueden participar y crear contenidos.

3 En 1999, Levine, Locke, Searls y Weinberger publicaron el Manifiesto Cluetrain; 95 tesis centradas en el impacto de internet y las tecnologías de la información sobre los mercados, las organizaciones y sus modelos de negocio. La versión original del manifiesto está disponible en <http://www.cluetrain.com>.

4 Se puede estudiar con más detalle el modelo en su libro (véase Capriotti, 2009).

5 También denominados públicos de interés. Gran parte de la literatura especializada considera que el término stakeholder fue acuñado por primera vez en 1963 por el Stanford Research Institute para identificar a aquellos grupos o personas que son de vital importancia para la organización. Existen distintas tipologías para su clasificación; el mayor grado de convergencia son los siguientes públicos: empleados, clientes, accionistas, Gobiernos, proveedores y comunidad local.